La chupapijas
Mi novia me chupa la pija como si lo hiciera por contrato.
No es que no le guste —es más triste: le gusta demasiado.
Hay porno en la compu, dos minas sin cara, una de espaldas que gime raro y la otra que ni pestañea.
Yo miro el celular. Hablo con alguien que apenas conozco pero que me dice cosas interesantes, o al menos cosas distintas.
Me calienta más una frase bien escrita que ese loop de gemidos en 480p.
A veces me río en silencio.
Otras, me aburro tanto que se me enfría el corazón.
Si es que aún tengo corazón.
Todo esto pasa cada noche como un ritual triste.
Lámparas encendidas. Porno barato.
Mi cuerpo quieto. Su boca funcionando.
Y yo, en mi cabeza, planeando una fuga que nunca llega.
¿Por qué lo hacemos?
Porque nos da algo para hacer.
Porque parece amor.
Porque duele menos que estar sobrios.
Pero lo cierto es que se volvió un laberinto sin salida.
Una performance.
Una coreografía de la decadencia con timing perfecto.
Y lo peor: los dos sabíamos que no era sexo ni deseo.
Era simplemente no querer dormir.
A veces me pregunta si me gusta.
Siempre en voz baja, como si el volumen pudiera arruinar algo.
Le digo que sí, obvio, que me encanta, y ella sonríe con esa sonrisa de nena que no quiero ver más.
Me da ternura y asco al mismo tiempo.
No es su culpa, o tal vez sí, pero ya no me interesa saberlo.
Mirarla tan dura me da pena.
Me da rabia.
Me da sueño.
Yo sigo chateando con alguien que no sé si existe.
Alguien que me habla de Kierkegaard y de la culpa.
Alguien que no me pregunta si me gustó.
Alguien que no tiene cuerpo, ni voz, ni olor.
Me calienta más eso que cualquier otra cosa.
Una vez intenté decírselo.
Le dije que necesitaba algo más.
Que esto ya no alcanzaba.
Me miró con los ojos vidriosos y me dijo: “¿más qué?”.
Como si no existiera nada fuera de esta habitación, de este loop, de esta forma enferma de querernos.
Afuera se escuchan los autos.
La ciudad sigue viva aunque nosotras estemos por morir.
Nos morimos como si no importara.
Con calma.
Con método.
Cuando me levanto para ir al baño, ella se queda en el piso, abrazada a una almohada.
El porno sigue corriendo.
En la pantalla, dos cuerpos perfectos siguen cogiéndose como si fuera la última vez.
Acá, adentro, no es la última vez.
Nunca lo es.
Siempre hay otra noche.
Siempre hay otra línea.
Yo me limpio la cara, me miro al espejo.
Los ojos rojos, la mandíbula tensa, las ganas de llorar en algún rincón.
Me digo que no voy a volver.
Que mañana será otra cosa.
Que esta fue la última vez.
Y después vuelvo a la cama.
Me acuesto al lado de ella.
Le paso la mano por el pelo.
Mentira.
No tengo ganas de llorar, no soy de esos faloperos lastimosos.
Mañana va a ser igual y me acuesto al lado de ella, pero ni en pedo la toco, qué asco, no me gusta, nunca me gustó.
Me acuerdo el día que la conocí.
Me convidó de su cerveza y lo único que pude ver es que le faltaba un diente.
Pero rápidamente me dijo de ir al baño, me la chupó y me olvidé de su dentadura.
Capítulo 2
Me fui sin hacer ruido.
Las zapatillas sin abrochar, la campera sucia y el iPad en la mochila.
No dije chau. Ni siquiera cerré bien la puerta.
Ella dormía con la boca entreabierta y restos de semen en la pera.
En la compu todavía sonaba el porno como fondo blanco.
La calle tenía esa claridad desagradable de la tarde en la que no pasa nada.
Caminé sin rumbo hasta encontrar un bar con sillas de metal, mesas pegajosas y olor a fritura vieja.
Pedí una cerveza.
Después otra.
Y otra.
Saqué el iPad y abrí cualquier cosa.
Un PDF de Bukowski, una pestaña con una noticia absurda, un juego que ya me aburría, Twitter.
Todo me parecía insoportable.
La cerveza no pegaba, la pantalla me daba náuseas y cada tanto pensaba en volver, como si volver fuera mejor que esto.
No lo era.
Lo sabía.
Pero el cuerpo pedía repetición como una canción de mierda que no podés dejar de escuchar.
Cerca de las nueve decidí caminar hacia el hospital.
Lo hice sin pensar.
Un impulso raro.
Me acordé de ellos: los de la puerta.
Esa banda rota de gente que duerme en los bancos, fuma cosas raras y habla en susurros o a los gritos, sin intermedio.
Los había conocido hacía un par de noches, cuando la llevé a mi novia en medio de su sobredosis.
Mientras esperaba afuera con el alma rota (mentira) y la mandíbula tajeada por la ansiedad, uno de ellos me ofreció una línea.
La acepté sin pensar.
Esa noche me quedé con ellos.
Y después de eso, empecé a buscarlos.
Ahora volví.
La vi desde lejos.
Una chica con el pelo todo revuelto me reconoció al toque.
Me sonrió sin dientes y me dijo que parecía más flaco.
Le dije que sí, que era el estrés.
Me convidó otra línea.
La hice sobre la pantalla del iPad.
Grave error.
Después todo fue un borrón.
Caminamos, gritamos, lloramos, reímos.
Me dijeron cosas hermosas y horribles.
Uno me abrazó durante media hora.
Otro quiso robarme.
Después se arrepintió.
Me dijo que yo era “buena onda”.
Yo no sabía si eso me salvaba o me condenaba.
Dormí en el pasto. (Mentira, nadie duerme).
Con frío. Con miedo.
Con una risa amarga que no podía frenar.
Pensando que había huido del infierno para aterrizar en uno más abstracto, más vasto, más impersonal.
Cuando la noche terminó y se hizo de día me fui a mi depto.
¿Quién estaba esperándome en la puerta?
Papá.
Fuck.
Comentarios
Publicar un comentario